La mirada perdida. Del que no encuentra pero tampoco busca. Del que se encierra detrás de sus muros y no deja entrar, ni para hacer limpieza. Te gusta así, has visto que con el tiempo se olvida el dolor de las agujas, del reloj. Ya no oyes el tictac, ni de tu corazón. O son oídos sordos, que de eso también sabes un poco.
La sonrisa pegada. Del “eh que estoy mejor que nunca”. Del no necesito más para ser feliz, que yo sola me valgo, que yo sola puedo. Con todo. Te prefieres así, has conseguido ese microclima norteño del que ya no quieres salir, que el frío se tapa con una manta, que al final lo demás es solo piel con piel. O que se te han olvidado las caricias, que de eso ya no hablamos nunca.
Las ideas cruzadas. Del qué bonito es todo por fuera y cómo me lo creo. Del vamos a interiorizar esto, para qué vamos a cambiar, que todo está bien desde aquí. Te escondes así, dentro de un caparazón a prueba de todo al que te niegas a llamar escudo. Y qué duro está. O que ya no sabes cómo ponerlo blandito, que de eso de quitártelo ni hablamos.
Las ganas perdidas. Del “yo es que no me ilusiono”. Del que a ti nada te llena más que cuatro acordes mal tocados, diecisiete versos escritos en un papel o cien gominolas para comerte tú sola. Te vendes así, pero es que al final un par de jodidas sonrisas hacen más números que cualquiera de tus noches a solas. Aunque se te haya olvidado, o no quieras acordarte.
Las dudas eternas. Del “y si” que empieza a rondarte. Del dejarte llevar por una vez, de una vez. Que no te quiten la ropa, que te quiten las dudas. Desnudarte, pero por dentro.
Por eso desdúdame. Y ayúdame a frenar este enero.
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